Domingo 9 de julio de 2006
Aunque esperaba para este día mayor movimiento en la ciudad
con motivo de la fiesta nacional, se ve que no está el asunto para fiestas
porque acá nadie celebraba o no estábamos en el lugar indicado y a la hora
justa. V. y yo comenzamos el día como siempre, por nuestra cuenta y hoy
tocaba visitar el barrio de San Telmo para incrustarnos por sus calles y
participar en esa especie de rastrillo madrileño, donde se puede encontrar de
todo y al mismo tiempo escuchar música callejera. Predominan los carlitos
disfrazados de tanguistas para hacerse fotos con los turistas o incluso marcarse
un bailecito para quien se atreva: Marionetas, guardias en las esquinas y gente
mirando la final del mundial en los bares, donde se nota las preferencias por
Italia dada la ascendencia de esta población. La tarde se nos comienza a echar
encima y corre una ligera brisa que me hace ponerme el chaleco por primera vez
desde que andamos por esta tierra. Hoy nos sentimos especialmente raros porque
no sabemos que pensarán sobre la presencia de españoles en Buenos Aires en el
día de la
Independencia Nacional, pero bueno, aquí la gente es
tranquila, no parece que tengan demasiado prisa, ni demasiados nervios a flor
de piel. Nosotros como turistas instruidos caminamos con todas las
precauciones debidas y echándole cuenta a esos letreros que nos avisan de que
“No descuide sus pertenencias”. A V. le dijeron española, sin
oírla hablar: ella piensa que es por lo
fuerte que llevaba agarrado el bolso. Desde San Telmo nos desplazamos en taxi
–como no-, hasta La Boca,
ese lugar emblemático de Buenos Aires.-Antes quiero reseñar la comida del día:
Comimos los cuatro en un bar precioso, esquina acristalada de corte antiguo con
influencias románticas en pleno San Telmo. Me decidí hoy por bifé con patatas
y un postre de chocolate con leche no sé qué, que estaba para chuparse los
dedos. V. experimenta con batatas fritas pero sin demasiado éxito. En la Boca quedan los restos de lo
que fuera un barrio de chabolas pero que ya está arreglado de cara al turismo y
se ha convertido en algo bohemio con música en la calle, murales de cartón
piedra para hacerse la foto y el embarcadero con paseos incluidos. Hasta
llegar allí se nota la pobreza de esta parte de la ciudad con mucha basura,
calles en malas condiciones y escasez de taxis que nos obligan a utilizar la
línea 29 de los colectivos para regresar al mundo civilizado. Divisamos la
cancha de Boca Juniors con olor a Maradona y en los alrededores del Obelisco
nos llevan los niños hasta un bar–café especial donde hay que esperar en la
puerta mientras un apuesto camarero nos retiene hasta que hubiera mesa libre
para nosotros. El interior es de película antigua con un rincón dedicado a
Borges y unas mesas de billar donde nos echamos una partidita. La embajada de
Francia ya nos suena cuando pasamos por ella y la Avenida Quintana
mucho más; nos conduce a la
Recoleta donde descansábamos del día sirviéndonos de
preámbulo un desconocido Frankestein que vimos con desigual suerte en la tele
que tenemos en el apartamento para tratar de enterarnos de algo más de
Argentina.
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