viernes, 2 de diciembre de 2016

Día de la Independencia Nacional

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                                             Domingo 9 de julio de 2006
Aunque esperaba para este día mayor movimiento en la ciudad con motivo de la fiesta nacional, se ve que no está el asunto para fiestas porque acá nadie celebraba o no estábamos en el lugar indicado y a la hora justa. V. y yo comenzamos el día como siempre, por nuestra cuenta y hoy tocaba visitar el barrio de San Telmo para incrustarnos por sus calles y participar en esa especie de rastrillo madrileño, donde se puede encontrar de todo y al mismo tiempo escuchar música callejera. Predominan los carlitos disfrazados de tanguistas para hacerse fotos con los turistas o incluso marcarse un bailecito para quien se atreva: Marionetas, guardias en las esquinas y gente mirando la final del mundial en los bares, donde se nota las preferencias por Italia dada la ascendencia de esta población. La tarde se nos comienza a echar encima y corre una ligera brisa que me hace ponerme el chaleco por primera vez desde que andamos por esta tierra. Hoy nos sentimos especialmente raros porque no sabemos que pensarán sobre la presencia de españoles en Buenos Aires en el día de la Independencia Nacional, pero bueno, aquí la gente es tranquila, no parece que tengan demasiado prisa, ni demasiados nervios a flor de piel. Nosotros como turistas instruidos caminamos con todas las precauciones debidas y echándole cuenta a esos letreros que nos avisan de que “No descuide sus pertenencias”. A V. le dijeron española, sin oírla  hablar: ella piensa que es por lo fuerte que llevaba agarrado el bolso. Desde San Telmo nos desplazamos en taxi –como no-, hasta La Boca, ese lugar emblemático de Buenos Aires.-Antes quiero reseñar la comida del día: Comimos los cuatro en un bar precioso, esquina acristalada de corte antiguo con influencias románticas en pleno San Telmo. Me decidí hoy por bifé con patatas y un postre de chocolate con leche no sé qué, que estaba para chuparse los dedos. V. experimenta con batatas fritas pero sin demasiado éxito. En la Boca quedan los restos de lo que fuera un barrio de chabolas pero que ya está arreglado de cara al turismo y se ha convertido en algo bohemio con música en la calle, murales de cartón piedra para hacerse la foto y el embarcadero con paseos incluidos. Hasta llegar allí se nota la pobreza de esta parte de la ciudad con mucha basura, calles en malas condiciones y escasez de taxis que nos obligan a utilizar la línea 29 de los colectivos para regresar al mundo civilizado. Divisamos la cancha de Boca Juniors con olor a Maradona y en los alrededores del Obelisco nos llevan los niños hasta un bar–café especial donde hay que esperar en la puerta mientras un apuesto camarero nos retiene hasta que hubiera mesa libre para nosotros. El interior es de película antigua con un rincón dedicado a Borges y unas mesas de billar donde nos echamos una partidita. La embajada de Francia ya nos suena cuando pasamos por ella y la Avenida Quintana mucho más; nos conduce a la Recoleta donde descansábamos del día sirviéndonos de preámbulo un desconocido Frankestein que vimos con desigual suerte en la tele que tenemos en el apartamento para tratar de enterarnos de algo más de Argentina.

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