El tiempo era pendular, lo cual resultaba poco útil. Era como si estuviera enfermo de la espalda o de su médula espinal. Toda sensación de normalidad era absurda ya que a veces se tenía la percepción de vivir en un excesivo adelanto, y sin embargo después uno podía sentirse en el más profundo de los retrasos. Los relojes se habían convertido en descatalogados adornos. En un principio hubo propuestas de eliminarlos de las tiendas, también en hacer desaparecer su definición de los libros de texto, pero el alegre movimiento de sus números digitales, en unos casos, y el simpático tic tac en otros, hizo que la gente se movilizara para evitar su desaparición. Es por tanto que se seguían utilizando aunque resultara poco sensato, de hecho, en una época se hizo popular utilizar dos relojes a modo de complementos orientativos, uno en cada muñeca. El primero, el de la muñeca izquierda, indicaba la “hora concéntrica”. En las radios y en las televisiones, en intervalos aleatorios, informaban de la hora del momento, claro, aquella que se estimaba que era la más estable, y era precisamente esta hora la que se tomaba como referencia para sincronizar este reloj. El segundo, el de la muñeca derecha, indicaba la “hora de cortesía”. Ésta se ajustaba en base de la “concéntrica” más una constante que todo el mundo acabó llamando de “cortesía”, de ahí su nombre, y que era individual de cada persona. De esta forma cada uno construía su particular referencia temporal. Lo habitual, cuando se preguntaba por la hora, era dar la “concéntrica”, después cada uno le sumaba su valor residual o de “cortesía” en función de su específica percepción del tiempo. De esta manera era común escuchar:
-Disculpe, ¿sabe usted qué hora es?-
-Por supuesto, en mi reloj son las doce y media “concéntricas” más veinte minutos de “cortesía” -
Todo esto hacía que la calle fuera una simple extensión de la esquizofrenia colectiva causada por la falta de personalidad del tiempo. La gente no sabía si debían correr como conejos blancos quejándose de la hora o debían ir tranquilamente andando y hacer una pausa para tomar café. Todo era improvisación, resultaba mejor hacer las cosas instantáneamente que planificarlas y asumir el riesgo de perder la hora. Esto generó, en todo el mundo, un afán repentino de proactividad, aunque realmente lo que estaba ocurriendo era que poco a poco se estaban dejando dominar por la irracionalidad de un tiempo desbocado en una inestabilidad crónica.
Él, sin embargo, no era una de esas personas que les gusta mirar constantemente la posición del tiempo, pero le incomodaba profundamente esa inestabilidad horaria sin ningún tipo de moral o ética – ¿por qué no deja de oscilar y acaba por equilibrarse de una vez por todas? – pensaba con enfado mientras miraba hacia todos los sitios como si fuera a encontrar allí la respuesta. Le frustraba ir a la parada de autobús y no saber cuánto tiempo tenía que seguir esperando. También le generaba la misma sensación ir a un restaurante y no saber si tenía que quejarse por la lentitud del servicio. Sentía que se había perdido parte del núcleo de la elegancia. Sentía que se había perdido todo ese respeto de quién se apoya en la exactitud de lo que dice, todo ese radicalismo de quien entiende que la educación empieza apreciando también el tiempo de los demás. Todo esto había quedado desalineado porque la definición de puntualidad ya no podía existir, ya no disponía de instrumentos en los que arroparse. Ésta murió el mismo día que los relojes dejaron de tener sentido.
Otro aspecto era cómo integrarse en la esquizofrenia colectiva de la calle. En un principio, también llegó a la conclusión que la mejor solución era la de ir siempre corriendo, pues prefería esperar a tener que ser esperado, pero no tardó mucho en darse cuenta que no estaba preparado para afrontar aquella situación. Estaba en lo cierto, siempre llegaba el primero a sus citas – o al menos eso pensaba - pero era incapaz de absorber toda la ansiedad que le provocaba tener que mirar continuamente el reloj y no saber si decir – Debe de estar a punto de llegar – o sin embargo, - ¡Me voy, ya he esperado demasiado! -. Pero, ¿cómo decir frase alguna si no sabía exactamente en qué hora estaba?. Quizás la otra persona podría haber pensado de la misma forma, podría haber llegado mucho antes que él, se habría cansado de esperar y se había marchado, o por el contrario, podría estar todavía en su casa esperando siempre el momento adecuado para salir. Todo sentido era paranoico, era relativo, gaseoso.
Aunque no todo era malo, también tenía su parte constructiva. En sus interminables episodios de espera, había desarrollado un elaborado método para dar forma a sus ideas por medio del pensamiento y la reflexión. Esto le había convertido en una persona de pensamientos profundos y que a veces resultaba difícil de distinguir si estaba en el límite de su genialidad o en el principio del delirio en sus razonamientos. En una de sus extensas divagaciones había concluido que el tiempo había enloquecido como castigo a la represión que había sometido al individuo durante tanto tiempo. Pensaba que la humanidad se encontraba esclavizada, dominada por un estilo de vida dirigido a golpes de batuta de reloj, y cuando todo esto caía en un ciclo iterativo y gris, entonces el hombre entraba en la rutina del absurdo, sucumbía a la falta de percepción del mundo exterior, de su entorno, de su amor propio y el amor hacia los demás. El tiempo marcaba citas, obligaciones, fechas de calendario, horas de entrada y horas de salida, y cuando todo se aceleraba en un afán de competividad, el hombre quedaba indefenso ante sí mismo, ante la dictadura de la mala percepción del tiempo.
– Si, debe ser eso, el tiempo ha enloquecido, ha sido victima de él mismo, se ha alcoholizado de su propia tiranía – concluyó con una sonrisa de alivio en la cara.
Aquel día, sin saberlo él, había supuesto un punto de inflexión en su posición de desequilibrio con el entorno. Había podido formular una respuesta que ponía por fin orden a su absurdo temporal, y aunque pudiera estar equivocado esto ya le resultaba indiferente porque pensar de esa manera le hacía sentirse liberado, excarcelado de sí mismo, como si hubiera sido arrojado a un nuevo mundo sin obligaciones, a un nuevo mundo donde todas las ideas son aceptadas de igual manera para darles la misma oportunidad de evolución.
Centrarse en aquella nueva situación no le supuso ningún esfuerzo adicional. Ahora, podía ser que el loco no fuera él, pero debía de actuar como si lo estuviera para sentirse en equilibrio y en armonía. El tiempo se había desligado de su propia metodología, de su invisible poder y liderazgo de masas, y ahora era el propio ser humano quien debía asumir ese nuevo vacío. Lo había entendido, lo había encontrado. El tiempo había dejado de serlo. Ahora era él quien debía de ser “el tiempo” para sí mismo, ahora era él quien situaba los límites y las restricciones, pero no debía caer en un idéntico error, en autogestionarse con implícita tiranía y falta de empatía hacia él mismo. El tiempo se había roto, ahora simplemente era cuestión de sobrevivir…
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